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Nuevo Amanecer

Una Foto Eterna

Por Elizabeth Baralt


Siempre digo que he aprendido mucho de la vida a través de la muerte. Quizás porque, inconscientemente, recuerdo el título de una cinta de mi Bienamado John-Roger que escuché por primera vez en 1998. Se llama “Living Through Dying” y contiene un seminario que J-R dictó en Chile. En aquél entonces, yo tenía apenas dos años en el MSIA —sorpresivamente seducida por la energía del movimiento— después de haber tomado varios seminarios Insight.  Estaba, pues, comenzando a transitar un sendero espiritual que, para mí, era literalmente el primero. Nunca antes me había abierto a la energía divina.

 

Recuerdo claramente cuando escuché ese seminario. ¿Cómo olvidarlo? Desde los primeros minutos, sentí que las lágrimas se amontonaban en mis ojos hasta que explotaron en miles bañando mi rostro. Por más que lo intentaba, no podía contener el llanto que venía desde un lugar muy dentro de mí, y se hacía cada vez más fuerte. La voz de J-R se mezclaba con mis sollozos que continuaron aún hasta después de terminar la cinta. Acababa de escuchar una explicación rotunda, tajante y clara sobre la muerte.

 

Al poco tiempo, en Agosto de ese mismo año 1998,  volví a escuchar el seminario de J-R. Esta vez, buscaba consuelo a un profundo dolor y llanto que se apoderó de mi vida. Mi amado hijo Demian, a sus 20 años, acababa de transcender al Espíritu después de un paro respiratorio.

 

Sí. Estaba diciéndole adiós a la presencia física de mi primer hijo.  Aún yo no tenía el aprendizaje espiritual suficiente para evitar sentirme ante una tragedia irreparable. Sin embargo, algunas señales ya me indicaban el camino hacia la aceptación y el entendimiento. Señales que comenzaron a llegar dos meses antes de su partida física.

 

En una madrugada de Junio de 1998, Demian sufrió un fuerte ataque de asma. A pesar de cualquier intento, él no pudo respirar más y se desplomó. Lo subieron a la ambulancia y yo, a su lado, recorrí  las millas que nos separaban del hospital susurrándole al oído una canción que solía cantarle cuando era bebé, pidiéndole que no se fuera, e implorándole ayuda a J-R. Mi hijo no reaccionaba y su piel se sentía muy fría al tacto. Cuando llegamos al hospital, el doctor me comunicó que ese muchacho adorado, quien a diario me manifestaba su amor en palabras y mimos, no tenía signos vitales. Había muerto. Grité muy duro y lloré desconsoladamente, abrazada a mi esposo.

 

De pronto, todos vimos cómo Demian se incorporó en la camilla, mientras decía:  “¿Dónde estoy?”. Médicos y enfermeros corrieron hacia él para auxiliarlo, lo inyectaron, lo estabilizaron y, casi al amanecer, volvía a casa con nosotros. Yo sentía una mezcla de emociones, y no paraba de llorar. Había visto morir a mi hijo y, unas horas después, lo abrazaba mientras se recuperaba en su cama. Ese mismo día –que también era el día de mi cumpleaños- me comunicó su deseo de contarme algo; quería contármelo solamente a mí.

 

Me senté junto a él en su habitación, no sin antes prometerle que guardaría en secreto nuestra conversación; “no le digas nada a mis amigos, porque van a creer que me volví loco”, así me lo pidió.  Y, calmadamente, con placidez, me dijo: “Mami, por favor, no sigas llorando. Yo no sufrí nada. Yo me fui a un lugar demasiado bello. Era tan bello que no quería regresarme. Yo veía todo como una película. Vi a mis amigos, mis juguetes desde que era niño, todo… Y era un lugar bellísimo. Yo no sufrí, mamita. Y tampoco me quería regresar. Así que, deja de llorar porque no ha pasado nada”.

 

Su relato fue un bálsamo para mí. Me tranquilicé y, coloqué sus palabras en algún lugar de mi corazón. A partir de ese día, noté que Demian había embellecido, tenía una energía más suave, una especial cadencia en su voz y en su mirada. Lo disfruté cada vez más, día a día, en nuestro diario compartir.

 

Hasta que dos meses después, en Agosto de 1998,  recibí una llamada advirtiéndome que mi hijo estaba muy mal. Se había repetido el mismo cuadro que vivimos aquella madrugada de Junio.  Esta vez, estaba en compañía de varios amigos; ellos presenciaron su última respiración mientras lo llevaban a la emergencia de un hospital.

 

“Ya no hay nada que hacer; definitivamente murió ”. Las palabras de mi esposo resonaron en mi cabeza y, al instante, me vi a mi misma muy pequeña, pequeñísima, atrapada en la enorme bóveda del universo, mientras una voz muy clara me decía: “Tú no controlas nada”. La escena la tengo aún en la memoria y puedo sentir su intensidad y poder, cada vez que me lo propongo.

 

A partir de ese momento, me atrapó un torbellino de lágrimas, sufrimiento y pesar que apenas conseguía algo de alivio con las palabras y compañía de mis amigos Ministros del MSIA. Uno de ellos envió un email a J-R anunciándole la trascendencia de mi hijo. Sin embargo, el Viajero pidió que yo misma le escribiera y le contara con detalles cuál había sido el proceso. Le narré lo que había sucedido dos meses atrás, el bello renacer de mi hijo, y cómo había sido finalmente su partida de este plano.

 

En aquél entonces, yo estaba tomando la Maestría en Espiritualidad Práctica del MSIA que dictaban en Colombia. Una vez al mes –junto a un pequeño grupo de Ministros– viajaba de Caracas a Bogotá para ir a clases durante el fin de semana. La clase de ese Agosto de 1998 justamente se realizaría una semana después de la despedida de Demian. Pero, de algo yo estaba segura en mi corazón: quería asistir a como diera lugar.

 

Y así lo hice.  El amor que sentí durante esos días fue tan inmenso que, por primera vez en mi vida, creí estar bien cerca del cielo. Paul Kay y Jesús Becerra como facilitadores, y casi cien participantes presentes en el salón, me envolvieron en un manto de luz y unicidad difícil de describir.

 

Comenzaba, así, mi sanación y el sendero que me conduciría a la aceptación y el entendimiento de la transcendencia de mi hijo hacia el Espíritu. Pasaron los meses y se intensificó mi devoción por las enseñanzas de J-R. , así como también una búsqueda personal sobre el significado de la muerte.

 

Un año después, vine a la Conferencia del MSIA en Los Angeles, con una petición de mi pequeño hijo Edgar Daniel. “Tráeme una foto tuya con John-Roger”;  esa fue su respuesta cuando le pregunté qué quería de regalo. Y la noche del sábado, durante la cena de celebración en la Conferencia, encontré el momento preciso para la foto.

 

J-R se paseaba entre las mesas saludando y conversando. De pronto, se paró detrás de la nuestra y fue cuando Magaly Sánchez me dijo: “Ahora o nunca”.  Caminamos hacia él, lo saludamos y le pedí la foto. “J-R, también quiero agradecerte el apoyo que me diste durante la muerte de mi hijo”, agregué brevemente. Él estaba distraído mirando a los lados y, cuando escuchó mi última frase, me vio fijamente a los ojos en búsqueda de algo. Mi cuerpo se estremeció fuertemente, como si hubiese pegado un dedo a un cable con electricidad. Unos segundos después, me dijo sonriendo: “Oh, yes. I remember. It was terrific!” (“Oh, si. Yo recuerdo. Fue fantástico!”).  Y acercó su cara a la mía para posar ante la cámara que ya Magaly tenía encuadrada.

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Aún mi cuerpo temblaba cuando nos sentamos de nuevo a la mesa. Además, me sentía confundida con las palabras de J-R. Le pregunté a Magaly: “¿Tú escuchaste que él dijo terrific (fantástico), o son ideas mías?”. En efecto, esa fue la palabra que usó y que me retumbaba en la cabeza sin entender el sentido que él le había dado.

 

Tomé la cámara para hacer otras fotos, y me di cuenta que no funcionaba. Era una de esas pequeñas que usaban rollos fotográficos. No adelantaba ni disparaba, no daba señales de vida. ¡Yo no podía creer que perdería mi foto con J-R! Así que, una de las primeras cosas que hice cuando regresé a Venezuela fue buscar un lugar donde la arreglaran y salvaran el rollo. En efecto, lo salvaron; y para ello tuvieron que romper la cámara. La última foto que tomó fue esa con J-R. que yo guardo como el recuerdo de un mágico momento.

 

Casi diez años después de la trascendencia de Demian al Espíritu –gracias al constante trabajo espiritual, a la luz y al Viajero– comencé a sentir por primera vez que no había dolor en mi corazón ni lágrimas en mis ojos, cuando lo recordaba o hablaba de él. Finalmente, hoy, 17 años más tarde, entiendo porqué su partida fue “terrific”,  y puedo agradecer a Dios esa experiencia que me ha enseñado profundas lecciones de vida. Y aquí sigo, sin parar, en un eterno etcétera, consciente más que nunca de que yo soy esa alma que habita en mi cuerpo, y segura del gran rencuentro que celebraremos cuando regrese a mi verdadero hogar . Gracias J-R.

Elizabeth Baralt

 


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